Surfista ciego, seis veces campeón del mundo de surf adaptado
Tengo 55 años. Nací en Zarautz, Gipuzkoa, y vivo en Zaragoza, en pareja. Una hija (21). Los valores se están perdiendo; entonces, ¿cómo les podemos pedir a los chavales jóvenes que sean respetuosos, cuando nuestro ejemplo es pésimo y el de los políticos lamentable? Creo en lo que veo y no en lo que me dicen
El murciélago del mar.- Una ola le arrancó lo último que le quedaba de vista. Fue un golpe seco, devastador. No una revelación, sino una frontera que lo obligó a adaptarse. Aprendió a escuchar los matices del agua, a detectar cambios mínimos en el aire, a orientarse por la piel. Desde niño vivió entre hospitales, con la amenaza constante del miedo. Pero le podían la aventura y la acción. Surfista, entrenador, campeón del mundo: sí. Pero, sobre todo, alguien que convirtió la adversidad en método, en voluntad, en escucha. Agudizó los sentidos y reformuló su manera de estar en el mundo. En 'Surfear la vida' (Espasa) cuenta su historia y transmite lo aprendido para que otros -sobre todo los jóvenes- se detengan a pensar, a afinar su manera de vivir. "Es lo más bonito que he hecho en mi vida, aparte de mi hija", dice. Este libro no es una despedida: es un legado
- Pero eso no era lo peor.
- Lo peor era mi glaucoma congénito. Para tomarme la tensión de los ojos me ponían una anestesia que tenía un despertar horrible, me dolía la cabeza y vomitaba.
- ¿El hospital era como su segunda casa?
- Vivíamos en un caserío enorme, y cuando oía decir a mis padres que al día siguiente iríamos al hospital, planeaba mi fuga y me escondía, hasta que los veía sufrir tanto que salía.
- ¿Cuándo empezó a surfear?
- A los 13, un año antes de quedarme ciego del ojo derecho, cuando conseguí con mis amigos reconstruir una vieja tabla de surf que recogimos en un contenedor.
- Sí, y mis padres eran aldeanos, se trabajaba para tener comida y vestir. Surfear era para ricos. Pero mis padres acabaron apoyándome, monté un taller de tablas y una escuela.
- Hasta el día fatídico en que se quedó ciego.
- Bueno, ya pasó, me ocurrió a los 42 años, y he competido, vivido y visto mundo. He disfrutado como el que más.
- ¿Qué pasó ese día?
- Había olas muy fuertes. Los chavales que entrenaba, que son ahora mismo los mejores del mundo, estaban en el agua. Les dije que salieran: "Cuando suba un poco la marea van a cambiar las olas, yo cojo tres y os sigo". En la segunda ola me caí y el ojo izquierdo reventó.
- Un duro golpe.
- Estaba en un mal momento, acababa de romper con mi pareja y tenía una hija. Mi ojo era como un mejillón colgando. En la ambulancia me hablaban, pero yo lo hacía conmigo: "Aitor, ya ha llegado este momento tan duro: pantalla en negro, estás en este agujero. Habrá que salir, ¿no? Todos los días ponte bonito, dúchate, aféitate. Y haz eso que toda la vida has querido hacer".
- ¿Qué es?
- Tomarme el tiempo que me haga falta para desayunar. Ahora ya te has quedado ciego, ya no tienes taller, ya no vas a dar clases.
- ¿No le angustiaba?
- Café recién molido, ese aroma por toda la casa; buena música que me anime; bici estática... Y ya iremos afrontando el día.
- ¿En eso pensaba en la ambulancia?
- Sí. Pasé tres meses en el hospital, distraído. Pero cuando me metí en casa de mi madre, me entró una claustrofobia de la leche.
- ¿De bruces con la realidad?
- Sí. Le pedí a mi hermana un paseo por la playa, y poco a poco empecé a ver de otra manera; iba tipo murciélago poniendo el oído en la arena, en el mar, sintiendo la tierra.
- ¿Cuándo volvió a surfear?
- Tres horas al día paseaba por la playa. Un día decidí entrar en el mar. Me puse gafas de piscina, cogí una tabla y me metí para ver si me mareaba; no me mareé, y el mar empezó a darme información que antes no percibía.
- Cuénteme algo.
- Para entrar de frente al mar las ondas deben tocarme el ombligo. Si me tocan una cadera, estoy hacia el este; si me tocan la otra, hacia el oeste... Mi cuerpo es mi brújula.
- ¿Cómo elige las olas?
- Uso la intuición, y a veces fallo. Pero te pones de pie y ya solo la bajada te da un subidón. Y si las maniobras que haces coinciden con la ola... pues le das las gracias a esa ola y al mar.
- Y en tres años, campeón del mundo.
- Me dijeron que el surf se había acabado, y como yo no sé vivir sin retos... Pero primero hay que estudiar si es factible, no todo se puede.
- ¿Le gusta más surfear viendo o sin ver?
- Cuando veía me autoexigía tanto que nunca salía feliz del agua. Preferiría ver, pero ahora disfruto mucho, y también cuando me dicen: "¡Es imposible que no veas!".
- ¿Qué ha sido lo más difícil?
- Lo que sigue siendo hoy: no poder ser autosuficiente en todo. A veces me lo ponen muy difícil con la burocracia, parece mentira que no entiendan qué es ser un invidente.
- Señáleme algo bueno.
- He entrenado a muchos chavales que, quince años después, van diciendo por ahí: "Aitor nos ha enseñado cosas de la vida que flipas. Ha sido el mejor entrenador". Eso para mí es lo más grande: darles valores a los jóvenes.
- ¿Qué percibe usted que yo no percibo?
- Tenemos sensores por todo el cuerpo: doy un abrazo a alguien y sé si encaja conmigo, le rozo la espalda y tengo sus dimensiones, el tono de voz me dice, el sonido de las cosas me ayuda a situarlas, todo me da información.
- Ahora es usted un murciélago de mar.
- ¡Total! Cuando surfeo con otra persona, cojo mi ola, me alejo y vuelvo a su lado. Controlo en la inmensidad del mar. La gente flipa.
- ¿Por qué no tiene perro guía?
- Jazz, que era mi todo, más grande que cualquier persona, con un corazón enorme. Lo pasé tan mal que ya no quiero más.
(Ima Sanchís, La Vanguardia, 28-11-25)
Tengo 55 años. Nací en Zarautz, Gipuzkoa, y vivo en Zaragoza, en pareja. Una hija (21). Los valores se están perdiendo; entonces, ¿cómo les podemos pedir a los chavales jóvenes que sean respetuosos, cuando nuestro ejemplo es pésimo y el de los políticos lamentable? Creo en lo que veo y no en lo que me dicen
El murciélago del mar.- Una ola le arrancó lo último que le quedaba de vista. Fue un golpe seco, devastador. No una revelación, sino una frontera que lo obligó a adaptarse. Aprendió a escuchar los matices del agua, a detectar cambios mínimos en el aire, a orientarse por la piel. Desde niño vivió entre hospitales, con la amenaza constante del miedo. Pero le podían la aventura y la acción. Surfista, entrenador, campeón del mundo: sí. Pero, sobre todo, alguien que convirtió la adversidad en método, en voluntad, en escucha. Agudizó los sentidos y reformuló su manera de estar en el mundo. En 'Surfear la vida' (Espasa) cuenta su historia y transmite lo aprendido para que otros -sobre todo los jóvenes- se detengan a pensar, a afinar su manera de vivir. "Es lo más bonito que he hecho en mi vida, aparte de mi hija", dice. Este libro no es una despedida: es un legado
- Me apodan "gallo" porque de niño, cuando iba a buscar a mi amigo Mateo, su hermano mayor y su cuadrilla, que eran unos punkis, me ponían un cuchillo al cuello y me decían que cacareara. Era el 'bullying' de la época.
- Pero eso no era lo peor.
- Lo peor era mi glaucoma congénito. Para tomarme la tensión de los ojos me ponían una anestesia que tenía un despertar horrible, me dolía la cabeza y vomitaba.
- ¿El hospital era como su segunda casa?
- Vivíamos en un caserío enorme, y cuando oía decir a mis padres que al día siguiente iríamos al hospital, planeaba mi fuga y me escondía, hasta que los veía sufrir tanto que salía.
- ¿Cuándo empezó a surfear?
- A los 13, un año antes de quedarme ciego del ojo derecho, cuando conseguí con mis amigos reconstruir una vieja tabla de surf que recogimos en un contenedor.
- ¿Prohibidísimo por los médicos?
- Sí, y mis padres eran aldeanos, se trabajaba para tener comida y vestir. Surfear era para ricos. Pero mis padres acabaron apoyándome, monté un taller de tablas y una escuela.
- Hasta el día fatídico en que se quedó ciego.
- Bueno, ya pasó, me ocurrió a los 42 años, y he competido, vivido y visto mundo. He disfrutado como el que más.
- ¿Qué pasó ese día?
- Había olas muy fuertes. Los chavales que entrenaba, que son ahora mismo los mejores del mundo, estaban en el agua. Les dije que salieran: "Cuando suba un poco la marea van a cambiar las olas, yo cojo tres y os sigo". En la segunda ola me caí y el ojo izquierdo reventó.
- Un duro golpe.
- Estaba en un mal momento, acababa de romper con mi pareja y tenía una hija. Mi ojo era como un mejillón colgando. En la ambulancia me hablaban, pero yo lo hacía conmigo: "Aitor, ya ha llegado este momento tan duro: pantalla en negro, estás en este agujero. Habrá que salir, ¿no? Todos los días ponte bonito, dúchate, aféitate. Y haz eso que toda la vida has querido hacer".
- ¿Qué es?
- Tomarme el tiempo que me haga falta para desayunar. Ahora ya te has quedado ciego, ya no tienes taller, ya no vas a dar clases.
- ¿No le angustiaba?
- Café recién molido, ese aroma por toda la casa; buena música que me anime; bici estática... Y ya iremos afrontando el día.
- ¿En eso pensaba en la ambulancia?
- Sí. Pasé tres meses en el hospital, distraído. Pero cuando me metí en casa de mi madre, me entró una claustrofobia de la leche.
- ¿De bruces con la realidad?
- Sí. Le pedí a mi hermana un paseo por la playa, y poco a poco empecé a ver de otra manera; iba tipo murciélago poniendo el oído en la arena, en el mar, sintiendo la tierra.
- ¿Cuándo volvió a surfear?
- Tres horas al día paseaba por la playa. Un día decidí entrar en el mar. Me puse gafas de piscina, cogí una tabla y me metí para ver si me mareaba; no me mareé, y el mar empezó a darme información que antes no percibía.
- Cuénteme algo.
- Para entrar de frente al mar las ondas deben tocarme el ombligo. Si me tocan una cadera, estoy hacia el este; si me tocan la otra, hacia el oeste... Mi cuerpo es mi brújula.
- ¿Cómo elige las olas?
- Uso la intuición, y a veces fallo. Pero te pones de pie y ya solo la bajada te da un subidón. Y si las maniobras que haces coinciden con la ola... pues le das las gracias a esa ola y al mar.
- Y en tres años, campeón del mundo.
- Me dijeron que el surf se había acabado, y como yo no sé vivir sin retos... Pero primero hay que estudiar si es factible, no todo se puede.
- ¿Le gusta más surfear viendo o sin ver?
- Cuando veía me autoexigía tanto que nunca salía feliz del agua. Preferiría ver, pero ahora disfruto mucho, y también cuando me dicen: "¡Es imposible que no veas!".
- ¿Qué ha sido lo más difícil?
- Lo que sigue siendo hoy: no poder ser autosuficiente en todo. A veces me lo ponen muy difícil con la burocracia, parece mentira que no entiendan qué es ser un invidente.
- Señáleme algo bueno.
- He entrenado a muchos chavales que, quince años después, van diciendo por ahí: "Aitor nos ha enseñado cosas de la vida que flipas. Ha sido el mejor entrenador". Eso para mí es lo más grande: darles valores a los jóvenes.
- ¿Qué percibe usted que yo no percibo?
- Tenemos sensores por todo el cuerpo: doy un abrazo a alguien y sé si encaja conmigo, le rozo la espalda y tengo sus dimensiones, el tono de voz me dice, el sonido de las cosas me ayuda a situarlas, todo me da información.
- Ahora es usted un murciélago de mar.
- ¡Total! Cuando surfeo con otra persona, cojo mi ola, me alejo y vuelvo a su lado. Controlo en la inmensidad del mar. La gente flipa.
- ¿Por qué no tiene perro guía?
- Jazz, que era mi todo, más grande que cualquier persona, con un corazón enorme. Lo pasé tan mal que ya no quiero más.
(Ima Sanchís, La Vanguardia, 28-11-25)